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Esta vez tengo el placer de anunciaros el nacimiento de una nueva obra, “Retratos y caricaturas en tiempos de pandemia”, son veintiocho relatos donde pretendo contar lo ocurrido desde diferentes puntos de vista. Posiblemente, en la mayoría, os podéis sentir muy identificados. Con este anuncio os deseo a todos una semana muy gratificante.
“…
Mi hija pequeña se acerca hasta mi silla mientras tecleo datos en el ordenador, pone su cabeza sobre mis piernas durante un instante, me agarra la manga de la camisa, me saca de la mesa para llevarme hasta la puerta de la calle. Me deja allí plantado, corre a su habitación y vuelve con su abrigo en la mano y su lengua de trapo, entre una sonrisa expresiva ¡A caye, a caye, a caye! Como no me quiero perder su sonrisa esperanzada, quiero disfrutarla al máximo, abro los brazos y la levanto por los aires hasta casi tocar el techo. Ella ríe a carcajadas. Tras tres o cuatro vuelos, se acurruca en mi hombro y me dice mientras señala la puerta con el dedo: “a caye”.
En momentos como ese, lamento que los hijos no vengan con libro de instrucciones para solucionar conflictos. Hablarle del bicho malo, de virus, es inyectarle un miedo tontamente. Desplazar la responsabilidad a la policía, tampoco me parece una buena forma de educar. Mientras ella señalaba la puerta con el dedo, al final de su brazo extendido, yo dejaba asomar emociones con los gestos exagerados de mi cara. Al principio se quedó desconcertada, luego se olvidó de la puerta, después comenzó a imitarme para terminar intentando transformar todos los gestos que le desagradaban en sonrisas, tirando de las comisuras de mis labios hacia las orejas… Entonces yo amenazaba morderle las manos y sus carcajadas resonaban por toda la casa. Ahí, ahí mismo nace el orgullo de ser padre, cuando compruebo que mi hija prefiere jugar conmigo antes que salir a la calle.
…”
Fragmento de “Panorámica deshabitada” Relato número 3
Luna y luz han aparecido como legítimas gobernantes. Por fin ha desaparecido esa nube absorbente, esa maligna nube que había estado viniendo todas las noches, a apoderarse de la ciudad indefensa y del corazón temeroso de sus habitantes. Una vez más, los dedos de Carto acarician ese extraño instrumento de plata; mitad flauta, mitad lira. Esta vez, tanto el discurso de su canción como la música del cartosenso, como él llama habitualmente a su instrumento, transmiten sensaciones extremadamente tristes, extremadamente alegres. Hasta ahora, mis oídos nunca habían escuchado una canción tan llena, tan entera.
No hace mucho tiempo, esta nube pegajosa y absorbente se acostó sobre nuestra ciudad. Desde que decidió tumbarse sobre nuestros tejados todo se ha convertido en catástrofe nocturna.
En un principio se bebió todas las luces de las calles. La oscuridad era de un negro intenso y denso. En poco tiempo, quedaron desiertas. Algún intrépido habitante intentó resistirse a la opresión de tan indestructible enemigo pero al amanecer aparecía tendido sobre el asfalto. El frío clavaba su guadaña y segaba todos los minutos posibles de su víctima. Intentar arrancar segundos a las tinieblas era una derrota segura. La nube atravesaba cristales, paredes, cortinas, hierro, plomo… todo lo taladraba.
Al tiempo que el sol se caía por el ocaso, Carto se sentaba sobre la torre del hotel Laredo, en la cúpula de la torre. La presencia de Carto contribuyó a aumentar la fama de misterio y poder que caracterizaba a tan hermosa mansión. Se pensó en demolerla por juzgarla como causa de los males que asolaban la ciudad. Sin embargo, se pudo demostrar que ninguno de los habitantes que había visto a Carto con su vestimenta de plata, sentado sobre los azulejos verdes y blancos que formaban la cúpula, aparecía muerto a la madrugada siguiente.
Jamás pudimos sospechar nadie, que así, de pronto, una nube tuviese el poder de paralizar y aterrorizar de tal forma a toda la población. En tres días comenzamos a sufrir las terribles consecuencias. La primera noche se rompieron todas las cañerías. Al amanecer, las calles eran ríos, las casas, fuentes. Los coches, chatarra inútil nadando en charcos aceitosos sobre el asfalto. A pesar de nuestra extrañeza, no dimos la importancia que se merecía la nube. Era raro que tras un día primaveral, delicadamente cálido, en una noche encapotada, hubiese caído una helada tan fuerte como para desgarrar todos los tubos que contenían agua, como para sembrar de cadáveres las calles. Nunca se había visto un frío tan destructor.
Carto hablaba cantando. Me es muy difícil decir qué tipo de música hacía. Tenía semejanzas con la música árabe, con los cantos gregorianos, con los ritmos africanos y con las melodías indias. Sus mensajes eran muy claros. La función de la música no era otra que la de facilitar la transmisión de sus consejos a través de la nube. Carto fue el único ser que desafió a la terrible amenaza y ésta no fue capaz de arrancar ni uno de los fotones de plata que manaban de su cuerpo. Carto era un potente farol. Era la única fuente de luz de la ciudad.
Durante la segunda noche ocurrió lo mismo que en la primera. Cuando la luz del sol hubo desaparecido, los caminantes quedaron petrificados. Cada uno de ellos pasó a ser una sarcástica escultura de hielo. Las tuberías reparadas durante el día se volvieron a abrir. La segunda noche añadió a los desperfectos ocasionados, el pánico. El pánico producido por la impotencia. Toda la inteligencia humana, todos los adelantos técnicos eran poco más que un arma estúpida contra tan gigante monstruo devorador de energía. La fuerza destructiva había roto el trabajo del hombre. El esfuerzo de años de lucha desmoronado en una sola noche. Un montón de horas trabajando como burros para conseguir un coche, un piso. Media vida empeñada a cambio de un lugar donde vivir, y en una noche negra quedan inundadas tantas y tantas horas de sacrificios soportadas como pago de sus enseres.
Carto no hablaba. Nunca habló. Carto cantaba mientras hacía sonar su cartosenso. A veces, Carto tomaba la identidad de una luciérnaga. Una pálida luciérnaga enroscada en el pararrayos del edificio de aire árabe. Otras, se limitaba a sentarse sobre los azulejos verdes y blancos. Pero, durante la ausencia del sol, no paraba ni un segundo de soltar sonido, luz y calor. No pude captar su mensaje íntegro porque perdí sus primeras canciones, además de lo que se me escapó por efecto del cansancio y la intromisión de mis pensamientos. Estaba absolutamente convencido de que en su mensaje residía la solución. Sus palabras, repletas de significado, eran la espada afilada con que vencer a aquel espantoso dragón. Y cada quien era San Jorge.
“Cuando
acaben los suicidios
de
miserables cobardes,
cuando
la palabra sea
un
hecho
real y amable.
Cuando
rajen sus cadenas
petimetres
miserables,
cuando
los ecos contengan
mil
abrazos realizables,
brillarán
cuarenta estrellas,
cuarenta
estrellas de carne.”
Desde mi ventana permanecía atento. Toda la atención que un ser humano puede poseer, había que sacarla a flote para poder conocer el punto vulnerable de aquel terrible monstruo. O el arma o la muerte inminente. O vencíamos a aquella nube asesina o ella nos iría devorando uno a uno. Cien a cien. Mil a mil. Carto poseía el arma necesaria, la espada fuerte capaz de mellar el filo de la guadaña. En cualquier verso de los que cantaba, estaba escondida la respuesta a nuestra amenaza. ¿Pero, en cuál? La tensión aumentaba mi fatiga. Cada frase poseía un montón de interpretaciones. Me era imposible analizar cada una de ellas. Se me amontonaba la faena. Carto no descansaba. Me enfadé muchas veces. ¿Cómo podía tener tan oxidado el cerebro? Mi lentitud me exasperaba. Me desesperaba y en mi desesperación, las palabras se me escurrían como agua entre los dedos. Y se me multiplicaban los males.
Cuando el sol amaneció tras la tercera noche de tinieblas, descubrió las estatuas solitarias una a una. Calentó las frágiles figurillas aisladas una a una pero en vez de continuar su movimiento, iban cayendo al asfalto una a una. La nube había absorbido toda la energía de aquellos cuerpos inertes. Los habitantes corrían despavoridos por las calles llorando maldiciones y clamando piedad. Quebraron las industrias. Cerraron las empresas de seguros. Muchos abandonaron sus casas. Nadie podía vender sus propiedades. El caos económico condujo al suicidio a más de uno. Tres noches habían sido suficientes para destruir las complejas estructuras que mantenían vivas a doscientas mil almas con sus cuerpos incluidos.
Cuando el sol salió corriendo de la ciudad por accidente, tapándose los ojos para no ver tanta destrucción, todos volamos a refugiarnos en nuestras casas.
La cuarta noche había llegado. ¿Cuántas vidas reclamaría? Bajo la nube y los rayos de Carto pasaron dos enamorados abrazados comiéndose a besos. Mi curiosidad no lo pudo resistir. Bajé las escaleras de tres en tres. Abrí la puerta del portal y logré cazarlos con la mirada. Los perseguí mientras Carto me protegía con sus rayos dándome calor. Los dos se perdían en la oscuridad. La oscuridad me cerró el paso. Si avanzaba un milímetro más perecería congelado. Resignado volví a mi atalaya. Si injusta era la muerte de cualquier ser viviente, que desapareciesen dos tiernos amantes ajenos a cuanto les rodeaba era un vil crimen. El instinto de vida pudo con la curiosidad. Regresé a la ventana para seguir escuchando las canciones de Carto.
“En
menos de seis segundos
saldrá
corriendo la niebla,
a
engullir otros mundos
de
carnes muertas y yermas.
Uno
para oír,
dos
para escuchar,
tres
para entender,
cuatro
para sentir,
cinco para abrazar,
seis para vencer”.
Era más que evidente que Carto nos estaba dando claves para salir de nuestro problema. Yo sabía que era muy importante comprender y asimilar su mensaje. Mi limitación me impedía escuchar todos los mensajes. La solución estaba delante de mis oídos pero me resultaba imposible escucharla. Eran miles las preguntas que se me planteaban. Millones, las respuestas. Las ideas corrían tanto que se me embotaba el cerebro. Carto era un imán, una fuerza que te atrapaba. Era mucho peor que la televisión. La televisión puede robar la atención, pero también puedes permanecer frente a ella sin hacerle el menor caso. Con Carto se acabó la tranquilidad. Todas las ideas se han rebelado a un tiempo. Se han puesto en movimiento.
En cuanto apareció la claridad del día, cogí mi cantimplora y fui hacia los camiones cisterna, para llenarla de agua, por el mismo camino que tomaron los adolescentes. No encontré sus cuerpos tendidos. Vi decenas de cadáveres, pero ninguno correspondía a mi pareja. ¿Cómo atravesaron la nube? Todavía no se había retirado ningún vencido. Los jóvenes no estaban por ningún lado.
Cada vez venían menos cisternas aguadoras y menos sedientos a recibirlas. Las disputas habían desaparecido de las colas poco a poco. Día a día, la agresividad y la indiferencia por el otro cedían terreno ante el temor, la resignación y la amabilidad. Con el tiempo, la desesperación histérica de las masas pasó a convertirse en una mezcla de melancolía y ansiedad reprimida.
La
misma pareja. Los dos tortolitos que tiempos atrás pasaron bajo mi
ventana, volvieron a pasar. Pero esta vez, llevaban un niño en
brazos. Un bebé sonriente y feliz. Los tres iban jugando al payaso
hermoso. Bajé las escaleras de tres en tres. Abrí la puerta del
portal. Les perseguí todo lo cerca que pude. Se me escabulleron
entre la densa oscuridad de la noche. Pretendí imitarlos pero al
intentar introducir la mano en la negrura se me congelaron los dedos.
Ellos habían pasado por segunda vez. ¿Cómo? ¿Cómo lo hacían
para no quedarse congelados? ¿El tejido de sus vestidos sería
especial y distinto al del resto de los mortales? No iban inmersos en
escafandras. Por lo menos en la nariz y en las orejas tendría que
encontrar huellas de congelación la próxima vez que me los topara.
“Nacerá
la idea de barro.
El
barro, cocerá
una
idea temeraria.
Las
trompetas sonarán
con
músicas milenarias.
Las
sonrisas soñarán
con
tristezas solitarias.
La
palabra gozará
de
una frase lapidaria.
Nacerá
la idea de barro.”
Carto y sus acertijos me estaban haciendo perder la razón. Mi mente estaba agotada. Pasaba tanto tiempo intentando descifrar los enigmas del misterioso personaje de plata, que mi pensamiento era un amasijo de hipótesis.
Mi pareja había vuelto a vencer a la noche. Ninguno de los cuerpos que el amanecer dejó al descubierto, pertenecían a los que la noche anterior habían llamado mi atención. Una cisterna. Un camión cisterna era suficiente. Con un solo camión se amamantaba la ciudad. Evidentemente la nube maldita se había llevado muchas, muchísimas almas por delante. Doscientos metros. Sólo doscientos metros nos separaban. Eran ellos. No había duda. Hasta el niño y la sonrisa eran los mismos. Nervioso, impaciente y temeroso me acerqué.
–
Hola -les dije. Mi hola, además del saludo, llevaba impreso el
asombro y la admiración y el infinito respeto. Ni en la nariz ni en
las orejas existía la más mínima señal de congelación.
– Te deseamos una feliz noche. Me respondieron los tres a la vez. ¡Un bebé me había hablado! Mi cerebro funcionaba peor de lo que me figuraba.
La luna y la luz han aparecido esta noche como legítimas gobernantes. Por fin ha desaparecido esa nube absorbente. Esa maligna nube que venía todas las noches, a apoderarse de la ciudad indefensa y del corazón temeroso de sus habitantes. Una vez más, ésta de despedida, los dedos de Carto acarician ese extraño instrumento de plata: mitad flauta, mitad lira. Esta vez, tanto el discurso de su canción como la música del cartosenso, como él nombro repetidas veces a su instrumento, emiten vibraciones extremadamente tristes, extremadamente alegres. Hasta ahora, mis oídos nunca habían escuchado una canción tan llena, tan entera.
“… La ética es universal, la ética aporta elegancia a nuestros actos. Quien tiene ética encuentra su beneficio personal en el beneficio colectivo. Respeta a sus congéneres y se vincula a ellos con lo mejor de sí mismo al tiempo que es capaz de recibir lo mejor de los demás.
El amor encuentra las cualidades ajenas y comprende sus miserias. El amor acepta, aunque le hiera y debilite, repetir errores.