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Amados amigos, el sábado día 19 presento la obra de 28 relatos “Retratos y caricaturas en tiempos de pandemia”. Personajes reales y ficticios con distintos puntos de vista de la experiencia vivida durante la pandemia, en el antiguo Hospital de Santa María la Rica en Alcalá de Henares. Para desearos una semana saludable os dejo un pequeño fragmento de uno de ellos.
“Todo, en esta vida, tiene sus pros y sus contras. Todo está bien hasta que deja de estarlo. ¿Qué si me gusta mi profesión? Me encanta. ¿Podría disfrutar más? Ahora, creo que no podría. Pero, para llegar hasta aquí, tuve que adaptarme a lo que había, o buscar y encontrar el lugar que se acomodase a mis expectativas. No hay otra. El tren no espera. Los años pasan. Yo no quiero quejarme porque he vivido muchos más momentos de gloria que de penas. Todos sabemos que las penas forman parte de la vida.
…”
“Retratos y caricaturas en tiempos de pandemia” fragmento
Posiblemente tal día como hoy, allá por 1547, naciera un genio que aún permanece vivo, puesto que su espíritu ha quedado atrapado en los ríos de tinta sobre papel, donde navegan todos sus personajes con sus acciones referenciales.
El único dato cierto y científico que se conserva es que fue bautizado en la iglesia de Santa María de Alcalá de Henares el 9 de octubre de 1547.
El lugar y día de nacimiento ha quedado abierto a la especulación aunque en algunos documentos (25 puntos de exoneración contra Blanco de Paz) dice ser natural de Alcalá de Henares.
Miguel de Cerbantes nos ha regalado personajes, con textos que nos facilitan transportarnos al pasado y comprender la historia de nuestros antepasados con cierto relativismo comprensivo. Y sus lectores, en compensación, le hemos aportado inmortalidad propiciando que su espíritu se contamine con el nuestro.
En el Parnaso es reconocido como el gran poeta que hace poetas a sus personajes manteniendo sus registros.
Aquí os dejo un poema cantado para celebrar el nacimiento de un gran genio.
Esta vez tengo el placer de anunciaros el nacimiento de una nueva obra, “Retratos y caricaturas en tiempos de pandemia”, son veintiocho relatos donde pretendo contar lo ocurrido desde diferentes puntos de vista. Posiblemente, en la mayoría, os podéis sentir muy identificados. Con este anuncio os deseo a todos una semana muy gratificante.
“…
Mi hija pequeña se acerca hasta mi silla mientras tecleo datos en el ordenador, pone su cabeza sobre mis piernas durante un instante, me agarra la manga de la camisa, me saca de la mesa para llevarme hasta la puerta de la calle. Me deja allí plantado, corre a su habitación y vuelve con su abrigo en la mano y su lengua de trapo, entre una sonrisa expresiva ¡A caye, a caye, a caye! Como no me quiero perder su sonrisa esperanzada, quiero disfrutarla al máximo, abro los brazos y la levanto por los aires hasta casi tocar el techo. Ella ríe a carcajadas. Tras tres o cuatro vuelos, se acurruca en mi hombro y me dice mientras señala la puerta con el dedo: “a caye”.
En momentos como ese, lamento que los hijos no vengan con libro de instrucciones para solucionar conflictos. Hablarle del bicho malo, de virus, es inyectarle un miedo tontamente. Desplazar la responsabilidad a la policía, tampoco me parece una buena forma de educar. Mientras ella señalaba la puerta con el dedo, al final de su brazo extendido, yo dejaba asomar emociones con los gestos exagerados de mi cara. Al principio se quedó desconcertada, luego se olvidó de la puerta, después comenzó a imitarme para terminar intentando transformar todos los gestos que le desagradaban en sonrisas, tirando de las comisuras de mis labios hacia las orejas… Entonces yo amenazaba morderle las manos y sus carcajadas resonaban por toda la casa. Ahí, ahí mismo nace el orgullo de ser padre, cuando compruebo que mi hija prefiere jugar conmigo antes que salir a la calle.
…”
Fragmento de “Panorámica deshabitada” Relato número 3
Acercarse a los cristales, subir persianas, calles vacías. Cerrar los ojos, silencio. Abrir las fosas nasales, aire puro con aroma a tormenta pasada.
Son las ocho. Medio barrio, asomado a las ventanas, aplaude. Las palomas revolotean asustadas. Sirenas de ambulancia compiten con los mirlos en tragicómica serenata.
El pueblo apoya al personal sanitario, con aplausos efusivos. Los políticos utilizan las emociones generadas por la pandemia, en sus particulares batallas por el poder. Las morgues se van colmando. Muertos en soledad. Velantes sin muertos. Velantes en soledad. Duelos fríos y dolorosos carentes del calor de los abrazos. Hondas ausencias sin posibilidad de despedidas.
Lo invisible nos domina, nos aísla, nos frena, nos para, nos aboca a la miseria, nos pone contra las cuerdas. Lo invisible arrebata seres queridos, expande ausencias. Lo invisible nos interroga y nuestras arrogancias nos roban las respuestas. Lo invisible reta a la ciencia. Lo invisible, alimentado con la estupidez humana, crece y muta. Crecen los temores, aumentan las sumisiones. Lo invisible nos empuja a mirar de otras maneras más inquisitivas. Lo invisible nos incrementa el espíritu crítico. Con lo invisible se afianzan y tambalean creencias, a un mismo tiempo.
Se pasea, con el deseo, sobre el asfalto de las calzadas vacías. Miles de deseos paseamos por la calle Mayor, nos sentamos en las terrazas, charlamos relajadamente, tomamos el sol. Deseos transparentes. Deseos profundos. Deseos invisibles.
Para algunos, el fin de las vidas ajenas son números de estadística. Para otros, aunque no se atrevan a decirlo, les supone un gran alivio soltar lastre. Para la mayoría, cada ser arrebatado por lo invisible supone una pérdida insustituible.
Lo invisible nos tapa las bocas, pone sordina a nuestras palabras. Lo invisible nos amenaza y nos defendemos fabricando olas de angustia, medias tintas, cobardía, rencores acumulados, interesadas medias verdades, mentiras piadosas que tapen nuestras miserias. Lo invisible se expande. Las unidades se fragmentan, se recelan las alianzas. Gobiernan los temores y ambiciones insaciables por donde asoman los desgobiernos, mientras la ciudadanía camina, entre tanta bruma, hacia el abismo.
Lo invisible ha desnudado emperadores. La hipocresía que embadurna a algunos seres ha quedado al descubierto. En cuanto llegaron las vacunas, tenían que ser los primeros en salvarse de la amenaza. Aprovechando sus posiciones de poder y privilegio, se han apoderado de las vacunas de ancianos, mucho más vulnerables a ser devorados por lo invisible.
Lo invisible es tan poderoso que ha tambaleado y derribado gobiernos. Mientras lo invisible se propaga, los gobernantes se empecinan en lanzarse mamporros dialécticos sin límites de golpes bajos, al tiempo que hacen ojitos, con soflamas muy medidas, al pueblo hastiado e indignado por ser convocados de nuevo a las urnas por dirigentes que, en lo más importante del conflicto con lo invisible, se lían en escaramuzas entre ellos. Lo mismo que la vanidad empujó a la madrastra a mirarse en su espejito mágico, nuestros dirigentes desean transformarnos en gran espejo mágico para que les devolvamos la imagen deseada. ¿Tendrán las palabras adecuadas, capaces de apaciguar todas nuestras suspicacias bien rumiadas, frente a las pantallas, en la intimidad acogedora de nuestras casas?
Me pregunto si lo invisible llegó para avisar al emperador que anda desnudo, que tal vez le convendría mirarse al espejo antes de salir a la calle a presumir de buenas telas ante las buenas gentes.
¿Y si lo invisible, en realidad, sólo fuera la lupa con la que mirar a la humanidad para descubrir el lugar que le corresponde en el Planeta Tierra?
Lo invisible me mira a lo más íntimo del ser con sus ojos penetrantes para susurrarme con delicadeza que a todos los seres del planeta nos convendría aprender a ser compatibles y mientras esto no ocurra, el dolor, el sufrimiento y las muertes son inevitables, con olas y olas de terribles golpes desde lo invisible. La empatía frente al egoísmo. La armonía frente al conflicto.
Lo invisible nos corta la respiración. Nos atora las venas del cerebro, deshace pactos, colapsa hospitales, mata sanitarios, destroza familias, arruina empresas, acota los patios de los colegios, distancia niños, estresa padres…
El microscopio electrónico sólo puede captar los coronavirus, la cáscara material de lo invisible.
El sol rojizo del ocaso bañaba su rostro y proyectaba la sombra de su perfil en la pared blanca de la terraza del restaurante. El tiempo pasaba, el sol descendía en el horizonte, la sombra ascendía por la pared y Milagros permanecía inmóvil frente a su taza de porcelana de Talavera. La infusión la había terminado hacía tiempo a sorbos de pajarito espaciados. Los rayos ensangrentados al traspasar las nubes teñían las piedras de naranja luminoso.
Luna y luz han aparecido como legítimas gobernantes. Por fin ha desaparecido esa nube absorbente, esa maligna nube que había estado viniendo todas las noches, a apoderarse de la ciudad indefensa y del corazón temeroso de sus habitantes. Una vez más, los dedos de Carto acarician ese extraño instrumento de plata; mitad flauta, mitad lira. Esta vez, tanto el discurso de su canción como la música del cartosenso, como él llama habitualmente a su instrumento, transmiten sensaciones extremadamente tristes, extremadamente alegres. Hasta ahora, mis oídos nunca habían escuchado una canción tan llena, tan entera.
No hace mucho tiempo, esta nube pegajosa y absorbente se acostó sobre nuestra ciudad. Desde que decidió tumbarse sobre nuestros tejados todo se ha convertido en catástrofe nocturna.
En un principio se bebió todas las luces de las calles. La oscuridad era de un negro intenso y denso. En poco tiempo, quedaron desiertas. Algún intrépido habitante intentó resistirse a la opresión de tan indestructible enemigo pero al amanecer aparecía tendido sobre el asfalto. El frío clavaba su guadaña y segaba todos los minutos posibles de su víctima. Intentar arrancar segundos a las tinieblas era una derrota segura. La nube atravesaba cristales, paredes, cortinas, hierro, plomo… todo lo taladraba.
Al tiempo que el sol se caía por el ocaso, Carto se sentaba sobre la torre del hotel Laredo, en la cúpula de la torre. La presencia de Carto contribuyó a aumentar la fama de misterio y poder que caracterizaba a tan hermosa mansión. Se pensó en demolerla por juzgarla como causa de los males que asolaban la ciudad. Sin embargo, se pudo demostrar que ninguno de los habitantes que había visto a Carto con su vestimenta de plata, sentado sobre los azulejos verdes y blancos que formaban la cúpula, aparecía muerto a la madrugada siguiente.
Jamás pudimos sospechar nadie, que así, de pronto, una nube tuviese el poder de paralizar y aterrorizar de tal forma a toda la población. En tres días comenzamos a sufrir las terribles consecuencias. La primera noche se rompieron todas las cañerías. Al amanecer, las calles eran ríos, las casas, fuentes. Los coches, chatarra inútil nadando en charcos aceitosos sobre el asfalto. A pesar de nuestra extrañeza, no dimos la importancia que se merecía la nube. Era raro que tras un día primaveral, delicadamente cálido, en una noche encapotada, hubiese caído una helada tan fuerte como para desgarrar todos los tubos que contenían agua, como para sembrar de cadáveres las calles. Nunca se había visto un frío tan destructor.
Carto hablaba cantando. Me es muy difícil decir qué tipo de música hacía. Tenía semejanzas con la música árabe, con los cantos gregorianos, con los ritmos africanos y con las melodías indias. Sus mensajes eran muy claros. La función de la música no era otra que la de facilitar la transmisión de sus consejos a través de la nube. Carto fue el único ser que desafió a la terrible amenaza y ésta no fue capaz de arrancar ni uno de los fotones de plata que manaban de su cuerpo. Carto era un potente farol. Era la única fuente de luz de la ciudad.
Durante la segunda noche ocurrió lo mismo que en la primera. Cuando la luz del sol hubo desaparecido, los caminantes quedaron petrificados. Cada uno de ellos pasó a ser una sarcástica escultura de hielo. Las tuberías reparadas durante el día se volvieron a abrir. La segunda noche añadió a los desperfectos ocasionados, el pánico. El pánico producido por la impotencia. Toda la inteligencia humana, todos los adelantos técnicos eran poco más que un arma estúpida contra tan gigante monstruo devorador de energía. La fuerza destructiva había roto el trabajo del hombre. El esfuerzo de años de lucha desmoronado en una sola noche. Un montón de horas trabajando como burros para conseguir un coche, un piso. Media vida empeñada a cambio de un lugar donde vivir, y en una noche negra quedan inundadas tantas y tantas horas de sacrificios soportadas como pago de sus enseres.
Carto no hablaba. Nunca habló. Carto cantaba mientras hacía sonar su cartosenso. A veces, Carto tomaba la identidad de una luciérnaga. Una pálida luciérnaga enroscada en el pararrayos del edificio de aire árabe. Otras, se limitaba a sentarse sobre los azulejos verdes y blancos. Pero, durante la ausencia del sol, no paraba ni un segundo de soltar sonido, luz y calor. No pude captar su mensaje íntegro porque perdí sus primeras canciones, además de lo que se me escapó por efecto del cansancio y la intromisión de mis pensamientos. Estaba absolutamente convencido de que en su mensaje residía la solución. Sus palabras, repletas de significado, eran la espada afilada con que vencer a aquel espantoso dragón. Y cada quien era San Jorge.
“Cuando
acaben los suicidios
de
miserables cobardes,
cuando
la palabra sea
un
hecho
real y amable.
Cuando
rajen sus cadenas
petimetres
miserables,
cuando
los ecos contengan
mil
abrazos realizables,
brillarán
cuarenta estrellas,
cuarenta
estrellas de carne.”
Desde mi ventana permanecía atento. Toda la atención que un ser humano puede poseer, había que sacarla a flote para poder conocer el punto vulnerable de aquel terrible monstruo. O el arma o la muerte inminente. O vencíamos a aquella nube asesina o ella nos iría devorando uno a uno. Cien a cien. Mil a mil. Carto poseía el arma necesaria, la espada fuerte capaz de mellar el filo de la guadaña. En cualquier verso de los que cantaba, estaba escondida la respuesta a nuestra amenaza. ¿Pero, en cuál? La tensión aumentaba mi fatiga. Cada frase poseía un montón de interpretaciones. Me era imposible analizar cada una de ellas. Se me amontonaba la faena. Carto no descansaba. Me enfadé muchas veces. ¿Cómo podía tener tan oxidado el cerebro? Mi lentitud me exasperaba. Me desesperaba y en mi desesperación, las palabras se me escurrían como agua entre los dedos. Y se me multiplicaban los males.
Cuando el sol amaneció tras la tercera noche de tinieblas, descubrió las estatuas solitarias una a una. Calentó las frágiles figurillas aisladas una a una pero en vez de continuar su movimiento, iban cayendo al asfalto una a una. La nube había absorbido toda la energía de aquellos cuerpos inertes. Los habitantes corrían despavoridos por las calles llorando maldiciones y clamando piedad. Quebraron las industrias. Cerraron las empresas de seguros. Muchos abandonaron sus casas. Nadie podía vender sus propiedades. El caos económico condujo al suicidio a más de uno. Tres noches habían sido suficientes para destruir las complejas estructuras que mantenían vivas a doscientas mil almas con sus cuerpos incluidos.
Cuando el sol salió corriendo de la ciudad por accidente, tapándose los ojos para no ver tanta destrucción, todos volamos a refugiarnos en nuestras casas.
La cuarta noche había llegado. ¿Cuántas vidas reclamaría? Bajo la nube y los rayos de Carto pasaron dos enamorados abrazados comiéndose a besos. Mi curiosidad no lo pudo resistir. Bajé las escaleras de tres en tres. Abrí la puerta del portal y logré cazarlos con la mirada. Los perseguí mientras Carto me protegía con sus rayos dándome calor. Los dos se perdían en la oscuridad. La oscuridad me cerró el paso. Si avanzaba un milímetro más perecería congelado. Resignado volví a mi atalaya. Si injusta era la muerte de cualquier ser viviente, que desapareciesen dos tiernos amantes ajenos a cuanto les rodeaba era un vil crimen. El instinto de vida pudo con la curiosidad. Regresé a la ventana para seguir escuchando las canciones de Carto.
“En
menos de seis segundos
saldrá
corriendo la niebla,
a
engullir otros mundos
de
carnes muertas y yermas.
Uno
para oír,
dos
para escuchar,
tres
para entender,
cuatro
para sentir,
cinco para abrazar,
seis para vencer”.
Era más que evidente que Carto nos estaba dando claves para salir de nuestro problema. Yo sabía que era muy importante comprender y asimilar su mensaje. Mi limitación me impedía escuchar todos los mensajes. La solución estaba delante de mis oídos pero me resultaba imposible escucharla. Eran miles las preguntas que se me planteaban. Millones, las respuestas. Las ideas corrían tanto que se me embotaba el cerebro. Carto era un imán, una fuerza que te atrapaba. Era mucho peor que la televisión. La televisión puede robar la atención, pero también puedes permanecer frente a ella sin hacerle el menor caso. Con Carto se acabó la tranquilidad. Todas las ideas se han rebelado a un tiempo. Se han puesto en movimiento.
En cuanto apareció la claridad del día, cogí mi cantimplora y fui hacia los camiones cisterna, para llenarla de agua, por el mismo camino que tomaron los adolescentes. No encontré sus cuerpos tendidos. Vi decenas de cadáveres, pero ninguno correspondía a mi pareja. ¿Cómo atravesaron la nube? Todavía no se había retirado ningún vencido. Los jóvenes no estaban por ningún lado.
Cada vez venían menos cisternas aguadoras y menos sedientos a recibirlas. Las disputas habían desaparecido de las colas poco a poco. Día a día, la agresividad y la indiferencia por el otro cedían terreno ante el temor, la resignación y la amabilidad. Con el tiempo, la desesperación histérica de las masas pasó a convertirse en una mezcla de melancolía y ansiedad reprimida.
La
misma pareja. Los dos tortolitos que tiempos atrás pasaron bajo mi
ventana, volvieron a pasar. Pero esta vez, llevaban un niño en
brazos. Un bebé sonriente y feliz. Los tres iban jugando al payaso
hermoso. Bajé las escaleras de tres en tres. Abrí la puerta del
portal. Les perseguí todo lo cerca que pude. Se me escabulleron
entre la densa oscuridad de la noche. Pretendí imitarlos pero al
intentar introducir la mano en la negrura se me congelaron los dedos.
Ellos habían pasado por segunda vez. ¿Cómo? ¿Cómo lo hacían
para no quedarse congelados? ¿El tejido de sus vestidos sería
especial y distinto al del resto de los mortales? No iban inmersos en
escafandras. Por lo menos en la nariz y en las orejas tendría que
encontrar huellas de congelación la próxima vez que me los topara.
“Nacerá
la idea de barro.
El
barro, cocerá
una
idea temeraria.
Las
trompetas sonarán
con
músicas milenarias.
Las
sonrisas soñarán
con
tristezas solitarias.
La
palabra gozará
de
una frase lapidaria.
Nacerá
la idea de barro.”
Carto y sus acertijos me estaban haciendo perder la razón. Mi mente estaba agotada. Pasaba tanto tiempo intentando descifrar los enigmas del misterioso personaje de plata, que mi pensamiento era un amasijo de hipótesis.
Mi pareja había vuelto a vencer a la noche. Ninguno de los cuerpos que el amanecer dejó al descubierto, pertenecían a los que la noche anterior habían llamado mi atención. Una cisterna. Un camión cisterna era suficiente. Con un solo camión se amamantaba la ciudad. Evidentemente la nube maldita se había llevado muchas, muchísimas almas por delante. Doscientos metros. Sólo doscientos metros nos separaban. Eran ellos. No había duda. Hasta el niño y la sonrisa eran los mismos. Nervioso, impaciente y temeroso me acerqué.
–
Hola -les dije. Mi hola, además del saludo, llevaba impreso el
asombro y la admiración y el infinito respeto. Ni en la nariz ni en
las orejas existía la más mínima señal de congelación.
– Te deseamos una feliz noche. Me respondieron los tres a la vez. ¡Un bebé me había hablado! Mi cerebro funcionaba peor de lo que me figuraba.
La luna y la luz han aparecido esta noche como legítimas gobernantes. Por fin ha desaparecido esa nube absorbente. Esa maligna nube que venía todas las noches, a apoderarse de la ciudad indefensa y del corazón temeroso de sus habitantes. Una vez más, ésta de despedida, los dedos de Carto acarician ese extraño instrumento de plata: mitad flauta, mitad lira. Esta vez, tanto el discurso de su canción como la música del cartosenso, como él nombro repetidas veces a su instrumento, emiten vibraciones extremadamente tristes, extremadamente alegres. Hasta ahora, mis oídos nunca habían escuchado una canción tan llena, tan entera.
En mi imaginación sentí a los cipreses que flanquean el camino de entrada, darme la bienvenida, meciéndose al influjo del viento y, en ese mismo momento, me hice la promesa de contar algún día cuántos había rodeando la huerta, el jardín, el caserón y el camino de entrada. El abuelo de Bonifacio, tras el incendio del monte que llegó a las cuadras del caserón y quemó el pajar y todo un rebaño de ovejas, decidió plantar cipreses en todo el perímetro. Un ciprés cada siete metros. Ahora, los árboles han crecido tanto que parece una empalizada, una muralla verde, un eficaz cortafuegos. Contar los cipreses era mucho menos trabajo que plantarlos uno a uno.